sábado, 5 de marzo de 2022

Danza y Lamento



A comienzos del siglo XVII, cuando el imperio español alcanzó su cénit, se puso muy de moda la chacona, una danza sexy y remolineante que hipnotizaba a todos cuantos la oían. Nadie sabe con certeza de dónde provenía, pero pruebas dispersas apuntan a que surgió en algún lugar de las colonias españolas en el Nuevo Mundo. En 1598, Mateo Rosas de Oquendo, un soldado y funcionario de la corte que había pasado una década en Perú, incluyó la chacona en una lista de danzas y arias populares en el país con «nombres que el demonio a puesto». Como ninguna persona de carne y hueso podía resistirse a semejantes sonidos, escribió Oquendo, la ley debería hacer la vista gorda ante cualquier perjuicio que pudieran causar.
El demonio hizo un trabajo espléndido: la chacona se encuentra perfectamente concebida para hechizar los sentidos. Está escrita en compás ternario, con un acento en la segunda parte para favorecer un balanceo de las caderas. Los intérpretes del grupo que toca la chacona establecen un ostinato: un motivo, línea de bajo o progresión acórdica que se repite de un modo insistente.
Aquí tenemos una versión de una de las chaconas más antiguas, 1624, La vida bona de Juan Arañés, mecionada incluso por Cervantes e interpretada por La Capella Reial de Catalunya y el grupo Hesperión XXI con Jordi Savall.


Bach, fusiona prácticamente las características de "chacona" y "lamento" en el comienzo de la Chacona de la Segunda Partita para violín solo, con un descenso cromático en el minuto 1:44 por Isabel Faust.


La tortuosa carrera de la chacona se cruza en numerosas ocasiones con la de otra figura ostinato, el basso lamento. Se trata de una línea de bajo repetida que recorre el intervalo descendente de una cuarta, como en el riff para piano de Hit the Road Jack de Ray Charles, y descendiendo a veces gradualmente por la escala cromática (en el «Crucifixus») de la Misa en Si menor de Bach o, si se prefiere, en «Simple Twist of Fate» de Bob Dylan.


Si la chacona es algo mudable e imprevisible, que cambia radicalmente su significado según va desplazándose en el espacio y en el tiempo, estos motivos de llanto y anhelo sacan a la luz profundas continuidades en la historia de la música. Parecen poseer casi una trascendencia intrínseca, como si fueran fragmentos de una hebra de ADN musical.
Los teóricos nos advierten de que la música es un arte no referencial, que sus propiedades afectivas dependen de asociaciones extramusicales. De hecho, con un cambio de variables, una bulliciosa chacona puede convertirse en un lamento fúnebre. No hay nada en este medio que se encuentre fijado.

Los arquetipos emocionales llegaron tarde a la música escrita o compuesta. A finales de la Edad Media, un estilizado despliegue de líneas semejantes al canto llano funcionaban indistintamente para textos de deseo, dolor y devoción. La abadesa Hildegard von Bingen mostró una de las primeras personalidades fuertemente definidas de la historia de la música, aunque el fervoroso misticismo de sus obras emana más de las palabras que de la música. En un principio, las melodías se tomaban del canto llano litúrgico, pero más tarde hicieron su aparición las melodías populares.

El compositor Thomas Morley fijó algunas directrices en su manual de 1597 Una sencilla y fácil introducción a la música práctica: «Si [el tema] fuera lamentable, la nota debe avanzar por movimientos lentos y pesantes, como semibreves, breves y otras semejantes [...]. Allí donde el poema hable de descenso, abismo, profundidad, infiernos y otras cosas parecidas, debes hacer que tu música descienda.»

El melancólico supremo entre los compositores ingleses fue el laudista John Dowland. Al igual que muchos de sus colegas internacionales, Dowland se permitió elementos esotéricos cromáticos, pero también mostró la aptitud de un compositor de canciones para las frases tarareables: su pieza para laúd Lachrimae, alcanzó su estatus de gran éxito en toda Europa en los últimos años del siglo XVI. En la obra maestra instrumental de Dowland no se ofrece ninguna razón para el fluir de lágrimas, ningún motivo bíblico o literario. La música pasa a ser autosuficiente, tomando como tema su propia fuerza expresiva. De nuevo Jordi Savall con su grupo.


Lachrimae podría haberse citado como una ilustración en el tratado de Robert Burton, de 1621, La anatomía de la melancolía, que medita sobre la capacidad de la música para vencer todas las defensas humanas: «Al hablar sin una boca, ejerce el dominio sobre el alma y la transporta más allá de sí misma, la ayuda, la eleva, la amplía.» La música podría inyectar melancolía en un temperamento por lo demás feliz, admite Burton, pero se trata de una «melancolía agradable». Esa frase compendia la estética de Dowland. Sus canciones apesadumbradas se revisten de un cierto aire suntuoso, como si la tristeza fuese un lugar en el que refugiarse lejos del bullicio, un reino del crepúsculo en el que el tiempo se detiene durante un rato. La melodía de Lachrimae se convierte, en cierto modo, en el himno del hombre eternamente solitario.

Desde hace mucho tiempo se ha comprendido que la música tiene la capacidad de despertar sentimientos para los que carecemos de nombre. El neurobiólogo Aniruddh Patel, en su libro Música, lenguaje y el cerebro, establece un sinfín de relaciones entre la música y el habla, a pesar de lo cual admite que «los sonidos musicales pueden evocar emociones que los sonidos del habla no pueden despertar». En un sentido más amplio, Dowland previo el emocionalismo libre de ataduras de la época romántica, e incluso los himnos más taciturnos de los marginados de los años sesenta, del estilo de «Nowhere Man» de los Beatles, y «Desolation Row» de Bob Dylan.

Monteverdi en Lamento della ninfa (su más famoso madrigal de los compilados en 1638) sigue con la línea del bajo la forma clásica del lamento. Las notas La-Sol-Fa-Mi se oyen treinta y cuatro veces seguidas, sin remitir un solo momento. En el ostinato, la repetición obsesiva concentra y magnifica el afecto melancólico del descenso por grados conjuntos. De hecho, esta obra hizo que la asociación pasase a ser casi oficial: el motivo descendente se convirtió en un «emblema del lamento», empleado de forma consciente por los compositores, con referencia al modelo de Monteverdi. En segundo lugar, el ostinato desempeña una función simbólica, ya que comporta un matiz de compulsión psicológica. La voz, contrapuesta a la línea del bajo, no deja de tirar un solo momento, empujando hacia arriba. La implacabilidad del bajo sugiere que estos intentos de escapar son en vano. La pieza termina, en cambio, con una atmósfera de aquiescencia hecha pedazos cuando la voz se refugia en la nota a partir de la cual empezó. Aun así, resulta innegable la seducción de la repetición, la fuerza psicológica del movimiento circular. 


En los últimos años de su existencia, Bach compiló su Misa en Si menor, reorganizando obras anteriores y escribiendo nuevo material en la búsqueda de una unión completa de las tradiciones católica y luterana. En el centro mismo de la Misa se halla la sección del Credo que hace referencia a la muerte, Crucifixus. Es una de las partes más antiguas de la composición, hacia 1733. ‎Se trata de una chacona con la que el compositor enfatiza el carácter expresivo de la historia a través de un figuralismo musical. El bajo repite inexorablemente el mismo descenso cromático para reflejar la desolación de la crucifixión y la lenta progresión hacia la muerte.‎ Insertó un breve preludio instrumental, por lo que, al igual que sucedía en Purcell, oímos inicialmente la línea del bajo sin las voces. De aquí la mezcla-fusión de la chacona-baile con el lamento-melancolía.


Una característica común de muchos de los primeros blues, ya fueran comerciales o rurales, es el antiguo deslizamiento cromático descendente. Por ejemplo en Walkin' Blues de Robert Johnson por Keb' Mo' con  Playing For Change .


Cuando Frank Sinatra empezó a hacer discos monográficos tristones a finales de los años cincuenta — In the Wee Small Hours, Only the Lonely, No One Cares y otros —, parecía necesitar de morosas líneas cromáticas para crear la atmósfera necesaria. En My funny Valentine tenemos una muestra.



Las baladas nocturnas de Sinatra de los años cincuenta anuncian un extraño y maravilloso giro en la historia de la música: el regreso, hacia 1965, del basso lamento cromático, con una apariencia estricta, casi neobarroca. Resulta difícil explicar el porqué de su reaparición. Por un lado, el renacimiento de la música folclórica estadounidense en los años cincuenta insufló nueva vida a antiguas formas de baladas, que dependían de la repetición estrófica. La música barroca se puso, asimismo, muy de moda a finales de los años cincuenta, con la grabación de Las cuatro estaciones de Vivaldi realizada por IMusici y la versión de Glenn Gould de las Variaciones Goldberg de Bach, compuestas a la manera de una chacona, vendiendo enormes cantidades de discos. Y podría ser que la bossa nova pusiera también su granito de arena; líneas cromáticas líquidas recorren «Corcovado», de Antonio Carlos Jobim.
Sea cual sea el motivo, a mediados de los años sesenta el bajo de lamento volvió a causar furor. Puede oírse en Chim Chim Cher-ee, del musical Mary Poppins; en Michelle de los Beatles y en otras canciones posteriores del grupo británico; en Hotel California de Eagles y suena siete veces en Ballad of a Thin Man de Bob Dylan.


Fue en Led Zeppelin, la tremenda banda de rock duro de los años setenta, en quien recayó la labor de perfeccionar el Barroco rock. Es posible que Dylan y los Beatles se hayan ganado los aplausos de los intelectuales, pero Led Zeppelin protagonizó una arremetida no menos ambiciosa sobre la historia de la música, apropiándose del rock, la música folk, el blues del Delta, la música india y otras no occidentales, amén de una pizca de la tradición clásica. En Babe I’m Gonna Leave You parte de meticulosos ejercicios de fingerpicking para guitarra semiclásica, con líneas cromáticas descendentes entrelazadas;

 


El primer magnum opus de Led Zeppelin fue Dazed and Confused, una canción de amor atormentado que Jimmy Page, el guitarrista de dedos veloces, empezó a tocar por primera vez cuando estaba en los Yardbirds. Page tomó prestados muchos elementos de la pieza de un cantautor neoyorquino llamado Jake Holmes.





En el disco de presentación de la banda de 1969, John Paul Jones confirió a la línea de bajo un sonido adusto, organístico: el riff del blues del Delta monumentalizado. En las grabaciones de las giras que hizo la banda por numerosos estadios a comienzos de los años setenta, en las que la canción se alargaba durante media hora o más, el motivo del bajo experimenta ostentosas transformaciones, unas veces centelleando en la guitarra frotada de Page, otras chillando en la zona de falsete aguda de la voz de Robert Plant. Durante largos tramos, el bajo guarda silencio mientras el cantante y el guitarrista se llaman a gritos uno a otro, como caminantes perdidos en medio de un paisaje desolado. Finalmente, en un pasaje que hace las funciones de clímax, el tema suena de manera atronadora en la guitarra y el bajo al alimón, saturando el espacio musical. Curiosamente, en aquel momento, Enrique, un amigo, lo tenía y cuando me lo hacía escuchar, no me gustaba. Más de 50 años despues, me gusta.

Cuando asomó por primera vez, a finales del siglo XVI, la chacona prometía una destrucción del orden social, una liberación del cuerpo. El mismo espíritu transgresor anima el rock y el pop modernos: el remolineo de una línea de bajo que se repite permite que una multitud de admiradores olviden bailando, durante un rato, las rutinas lineales de la vida cotidiana. Cuando Frescobaldi y Bach reelaboraron la danza como una forma adusta, vuelta sobre sí misma, acercándola hacia el lamento, apuntaban a un tipo diferente de libertad, la del individuo que se define en contraposición a la masa. «Dazed and Confused», en sus secciones centrales, insinúa una búsqueda similar del yo: el empuje salvaje del rock & roll da paso a las variaciones eufóricas. En el fondo se trata de un gran y estruendoso himno rock, pero, de igual modo que la danza sigue habitando en la chacona de Bach, el lamento persiste en el estadio del concierto de rock. Por encima de todo, la canción demuestra cómo siguen materializándose con el paso de los siglos las mismas estructuras musicales profundas. Si una máquina del tiempo lograra reunir a unos cuantos músicos españoles de finales del siglo XVI, a una sección de continuo dirigida por Bach y a instrumentistas de la banda de Ellington de 1940, y si John Paul Jones se uniera a todos ellos con la línea de bajo de «Dazed and Confused», podrían, tras uno o dos minutos de confusión, encontrar puntos en común. El baile de la chacona es más ancho que la mar.